domingo, 12 de junio de 2011

Felicidad

La depresión lo impulsó a pensar en algo más alegre, ¿y que había más alegre que la alegría misma? Tras todo lo ocurrido, había ido desarrollado con pausa y sinceridad una pequeña teoría de porque la felicidad se le escapaba tan rápidamente. Porque la felicidad se le escapaba tan rápidamente a todos en realidad. También era una teoría sencilla que había ido perfeccionando en aquellos días fríos de febrero, tras que ella le dijese que se había acabado todo y se llevase su camarita de fotos como quien se lleva a un niño tras un divorcio. No hubo gritos ni peleas, al fin y al cabo ambos tenían claro que era de ella, aunque la hubiese comprado él. Ella le había dado nombre y alma, mientras él se había sentado mirarla a ese único ojo con un cigarrillo en los dedos. Esperando que le guiñase un ojo y le diese alguna idea. Esos días que no pensaba en el romanticismo de la felicidad, sino en el de la depresión. Romanticismo tedioso que hoy se volvía en su contra.

La felicidad. Tenía claro que si quería hablar de la felicidad tenía que ser más que todo subjetivo porque es de esas cosas que lo son todo en el momento y cuando se va... Uno se queda añorándolo, sentado con un cigarrillo mirando el lugar donde estaba esa cámara que se había llevado ella. Porque cuando estaba ella era feliz. Pero ella solo quería guiñarle los ojos, los labios, la piel a su cámara. Él ya era un lente gastado a sus ojos.

La depresión lo volvía más volátil, como si buscara un pensamiento que lo alegrase brevemente para poder reír y dejar de hundirse en el humo gris y frío de su cigarrillo que se consumía sin su ayuda. Por esa volatilidad es que no podía expresar su sencilla teoría, pero ahora debía hacerlo, aunque fuese para sí mismo, un vez más.

- La felicidad es escasa.

Esa era la tesis del asunto, tesis de la que todos, al entrar a cierta edad que nadie sabe a certeza, descubrimos. ¿Pero que era la felicidad? Bueno, aquí es cuando entraba el problema. La felicidad era, como no, un sentimiento, una especie de estado que te hace ignorar las pequeñas cosas y concentrarte en aquello que te da felicidad. Pero la felicidad estaba aliada con el destino.

Aquí era cuando empezaba lo descabellado.

Había que imaginarse a la felicidad como una cosa grande, una masa amorfa y gigante, que vivía desde antes de los humanos, tal vez, pero no antes que el universo. Sin embargo, no debía imaginarse a la felicidad como algo más grande que el universo, tal vez la mitad, o una cuarta parte como mucho, pero nunca más grande que el universo. Porque esto era un error. Pensar que había felicidad para todos. Porque si la hubiese, entonces todos serian felices todo el tiempo de la misma forma que como hay aire todos pueden vivir al mismo tiempo. No, la felicidad no era aire. La felicidad era escasamente sublime, la mejor droga jamás inventada. Si es que fue inventada por alguien, porque un ser humano no podía acreditarse semejante logro.
El cigarrillo quemando sus dedos lo devolvió a la realidad. Lo soltó rápidamente. Se llevó los dedos a la boca para aliviar su dolor con su saliva. Ojala en la vida el dolor fuese tan fácil de aliviar. El dolor lo devolvió a su teoría, casi de forma esclarecedora.

La felicidad era un cuarto del mundo. Con eso bastaba. Ahora, la felicidad era, también, una especie de espora. Se reproducía de forma extraña y aparentemente aleatoria. La felicidad se dividía a sí misma, a ese manto de un cuarto del mundo, en pequeñas porciones de felicidad, sin perder en ningún momento su esencia adictiva. Esas esporas, porciones de felicidad, se apropiaban de pronto de uno, llegadas de la nada. Como si una persona te la ofreciese. Era como si te pusieran unos lentes. Se veía todo de otro color, más alegre. Todo parecía estar bien, en paz, y los problemas no pesaban tanto. Era tan deliciosamente… indescriptible. Como si lo mejor te llenase y no lo quisieras compartir con nadie.

Pero las esporas no duraban lo suficiente. No era justo que una persona fuese feliz todo el tiempo, que a lo largo de sus años de vida pudiese mantener esa espora en su interior. Había demasiada gente y demasiado pocas esporas como para que una persona tuviese el privilegio de contener una en su interior toda su vida. Por mucho se quedaban unos años, pero luego escapaban y te dejaban desolado, preguntándose a donde se había ido, como la habías perdido. ¿Por qué se había llevado su cámara y había dejado esa capa de polvo invisible sobre su cama? Cuando se iban, algunas partículas, caprichosas o agotadas, subían a la masa ligera, pequeña y amorfa y se quedaban allí lo que quisieran, disminuyendo aún más la cantidad de la, ya de por si escasa, felicidad que rodaba por el mundo.

Se levantó, tras buscar infructuosamente en la caja de cigarrillos uno que llevarse a la boca. Revolvió entre sus cosas, mezclada con ropa de ella que había dejado por la casa. No le había importado más que la cámara. Eso le llevaba a preguntarse si la felicidad no vendría en las cosas. Si debía replantearse toda su teoría y no había sido, en realidad, la cámara y su largo lente con el que ella jugueteaba, la que le había traído su propia espora de felicidad. Espora que ya se había ido. Mientras sacaba el cigarrillo, se obsequio un suspiro. Había vuelto a la pequeña atmosfera de felicidad o tal vez se había ido con ella, o con la cámara. Quien sabía. La felicidad era escasa. Debía esperar a que bajase otra espora y lo encontrara. Faltase lo que faltase. Quien sabía, tal vez la siguiente se quedase por un rato más. Podía sobornarla… ¿Pero con que se soborna a la felicidad?


N: Si ves, últimamente escribimos cosas rosadas y te culpo a mi.
D: N, tú crees que nosotros podamos ser de esas esporas?
N: Pues claro que no!
D: Por qué?
N: Las esporas no nadan
D: Eso lo explica todo! Gracias!
N: Lo facil que es razonar con los locos...

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